A Sábato

Se escabulló por entre los muebles viejos y curtidos, desplazándose en medio de la oscuridad; el mísero reflejo de una luz en alguna superficie brillante asomaba la silueta de los objetos, o quizás fuese la luz de la luna que se disipaba por el cielo nublado y entraba por las ventanas, lo que le permitió a Matías no estar completamente ciego mientras se desplazaba por la sala antiquísima, colmada por los incómodamente voluptuosos sofás de brazos de madera y almohadones cubiertos por telas desagradables al tacto, con su mesita entre los sofás, cubierta por una manta de crochet que en algún momento fue blanca pero que ahora estaba cubierta por polvo y tiempo, sí, porque el tiempo (pensaba Matías) cubre a los objetos abandonados, como esa casa, por ejemplo, que, aunque seguía habitada, había sido abandonada hace años; entonces Matías pensó en agua, en un pañuelo húmedo, con el cual le quitaba el polvo y el tiempo a la superficie de la mesita o a los brazos del sofá, primero un pañuelo, con el que limpiaba la mesita, y luego se iba hacia la cómoda, limpiando toda la parte de arriba, porque es la parte de arriba la que más se ensucia, pero cuando subía la mirada y se encontraba frente a frente con el espejo cubierto de polvo, sentía un pavor inmenso con la intriga de lo que podría haber del otro lado cuando lo limpiase, podría ser solamente su reflejo, podría no ser absolutamente nada, ni siquiera la imagen de Matías, o podría ser la opción que más le atemorizaba: él mismo, con los ojos bien abiertos, mirándose fijamente, sabiendo que no es él, sino algo más, que vive en el mundo macabro y salvaje que existe del otro lado del espejo, entonces, ese Matías con mirada de depredador hambriento, se precipitaría desde el otro lado del espejo y destrozaría al pobre muchacho. Pero con el divagar de su pensamiento se asustó y decidió no mirar hacia el espejo, aún cuando la oscuridad del lugar no le dejase ver ni siquiera sus manos. Se había concentrado tanto en su ceguera que olvidó el sonido hasta que el chirrido de una puerta que se abría (o quizás que se cerraba) lo alertó. Resulta curioso, ya que, a diferencia de los verdaderos ciegos, que tienen sus otros sentidos agudizados dada la falta de visión, los sentidos de Matías habían empeorado en el fútil esfuerzo de vislumbrar aquella oscura habitación.