Ya acostado, pude sentir como el ruido de la calle y los faroles reverberava y crecía como una ola negra y naranja que terminó por explotar sobre mi cuerpo, llenándome de miedo. Como observar el mar inclemente en la noche, aún desde la seguridad de la playa, aún sabiendo que en cualquier momento puedes dar media vuelta y correr en dirección contraria hacia la seguridad de la tierra. El miedo que produce la oscuridad del mar macizo te hipnotiza. Ya no es solamente infinito y potente, la luna lo arrebata de su serenidad y lo vuelve caótico, ahora tienes incertidumbre, incertidumbre que solo se acrecenta por la oscuridad: no sabes qué es, qué hay dentro de él. Sabes que los monstruos no existen, pero quizás sí existen. Y su ruido no cesa, te recuerda constantemente de su existencia y su fuerza, de la rabia que rompe en la orilla. Para los marineros el mar es mujer, es la mar, pero para mí, un mísero terrestre con ansias de ahogarse, el mar es un depredador salvaje. Y como buen depredador, se hace más feroz en la noche.