Había pasado la media noche cuando, en plena reunión, se acabó el hielo, por lo que resuelvo tomar mi bolso y volver caminando a casa por más. Al salir a la avenida, llamo a Andrea para notificarle que voy en camino.
Ella me cuenta que la oleada de calor que se da cada tres días en la ciudad es producto de la fábrica de hielo, que, en el proceso de producción, requiere y libera tanta energía que calienta todo alrededor.
Mientras la escucho, siento detrás de mi oreja la vibración de una moto que se acerca. Solo a un imbécil no se le ocurriría que una moto pudiese andar en la calle a esas horas de la noche. Guardo el teléfono en mi bolsillo, opuesto a la carretera, con la esperanza de que el motorizado no desacelere.
Empiezo a armar mi plan: si intenta robarme, tiro el teléfono al monte y veo qué hago. Si se ve pana, puedo hablar con él y quizás me regale un cigarro. Si tiene ganas de joder, nos podemos entrar a coñazos. Sino, me lanzo hacia el monte. Estoy distraído en estos escenarios hipotéticos cuando el motorizado pasa a mi lado. Lo sigo con la mirada: Una pañoleta negra le tapa la cara. Él voltea y nos vemos fijamente. Me preparo para lo peor, pero él vuelve su mirada a la vía, acelera, y pasa al lado de algo que no había visto: a unos metros de mí hay un hombre ensangrentado arrastrándose por el pavimento, carga un arma en la mano, está terminando de cruzar a mi lado de la calle.
Bajo la guardia cuando el motorizado está suficientemente lejos. Sigo el rastro oscuro que salpica la calle hasta perderse en el monte. La sangre y la pólvora impregnan el aire. Sobre la acera encuentro el revólver, reluciente y manchado de rojo. No consigo al agonizante en ninguna parte.
Me devuelvo y continúo mi camino unos metros, hasta que caigo en cuenta de que tengo algo pesado en el bolso. Siento mi corazón a punto de explotar cuando me percato que robé el revólver del desaparecido. Una ola de pensamientos me atropella:
le robé el arma a un hombre muerto ahora tengo que pagar el muerto no va a descansar tengo que terminar quizás aún puedo devolverla no ya la tomé ya está hecho pero en qué momento aunque la devuelva ya la cogí pero quizás es mentira y solo es miedo pero yo no la agarré entonces cómo llegó a mi bolso será que sí la agarré ahora lo tengo que vengar
Entonces despierto. Estoy en mi casa, son las cuatro de la madrugada, y tengo la certeza absoluta de que si voy a la calle, encontraré evidencia del suceso. Me visto y salgo. Me repito Estoy loco, me volví loco hasta que llego al punto cero: Está la sangre fresca, pero no huele a pólvora. Entro en el monte, busco al moribundo, pero es fútil, no lo encuentro, ni vivo ni muerto.
Al devolverme, veo el hierro sobre la acera, brillante y sangriento, en el mismo lugar que en el sueño. Pienso en el moribundo, si él habrá tenido que decidir, como yo lo hago ahora. Pienso en el sueño, si fue advertencia o premonición, si tuve elección, o ya estaba predestinado. Pienso en el peso de mis acciones, en el compromiso que acarrea. Finalmente pienso en el pacto que estoy haciendo.
Agarro el revólver, y vuelvo a casa.