Mandrágora

Desperté a entre las dos y las cuatro de la tarde, dominado quizás por el subconsciente o por una fuerza mayor. Fui directamente hacia el porche. Al abrir la puerta de la sala me quedé parado con mi espalda contra una de las columnas del techo. Fue en ese momento cuando salí por un instante del estupor que me dominaba: En el suelo del garage, enterradas hasta la cintura en el pavimento, había dos mujeres del color de los indios y de facciones claramente criollas. Tenían los ojos rojos (luego pensé que quizás sería por la presión) y parecía que se mantenían a flote empujándose con los brazos hacia arriba. La más lejana a mí miraba de frente a la calle, usaba una franela roja, y de las dos, era la de facciones más aborígenes. La otra, de franela azul, era más delgada y larga, y tenía la nariz aguileña con la que asociamos a las brujas. Frente a ellas estaba (completamente parada y con sus piernas por sobre el suelo) mi tía Malinde.

Tardé un instante en percatarme de que estaba viendo algo que no debería, pero ya era muy tarde. La de azul, al verme con el cuerpo aún somnoliento, me preguntó “¿Qué buscas?”. El sueño, el impacto de aquella imagen, o la mera estupidez, no me dejaron entender la pregunta. Ella la repitió y la elaboró “¿Qué buscas? ¿Buscas a alguien o a algo?”. “¿Qué es lo que estoy buscando?” pregunté para mis adentros, como si, incapaz de responderle a un ente externo, sí me respondería a mí mismo. “¿Qué es lo que estoy buscando?” -me repetí- “Definitivamente no es una persona, pero tampoco creo que sea algo específico como un objeto”. Miré su cuerpo de brazos extendidos y cuyas piernas y caderas de alguna forma estaban por debajo del suelo, le respondí “Estoy buscando quéhacer”

Me pareció verla sonreir un instante antes de tomar una postura más pesada, como si alguien la hubiese agarrado de los hombros y empezase a empujarla hacia abajo. “Hazte contra la columna, y no te escondas detrás de nada”. Por lo que luego entendí, lo que estaban haciendo en ese instante que llegué era algo como pezca humana: sus cuerpos enterrados eran anzuelo y carnada de los muertos y las entidades, que, deslumbrados por los cuerpos físicos, se prendían de sus piernas. Al sentir que habían enganchado, ellas daban señal y salían de la tierra, como cuando recoges el anzuelo y sacas al pez del agua.

Lo siguiente que recuerdo es que estábamos alrededor de la columna en la que yo me había apoyado antes, y fue Nicolás quien se puso de cuclillas y estiró los brazos hacia el suelo. Yo, ya en pleno uso de mis facultades, me agaché también y clavé la mirada a sus pies. Entonces vi que la cerámica en el borde de sus zapatos se deformaba levemente, como el plástico cuando se derrite. Fue solo un poco, un dedo de profundidad, pero no había duda. Él dijo entonces que estaba en una planta. Extendió un brazo hacia el jardín y arrancó un puñado de hojas, pero no estaba ahí. Creo que una de las mujeres sacó -no sé de dónde- uno de mis materos donde tenía una savila sobrecrecida, dijo “Está aquí está aquí” mientras enredaba su mano entre los cachos frescos y podridos de la suculenta. Le arrancó un puñado y me pareció escuchar un chillido levísimo y agudo. La mujer escarbó la tierra negra de la maceta hasta que pudo meter la mano y comenzó a sacar raíces, cada vez más podridas y húmedas. Luego metió la mano (casi hasta el codo) en la maceta y agarró algo. El chillido de antes se hizo claro e ineludible. Ella se paró y jaló con fuerza descomunal. De la maceta salió una planta, más parecida a una solitaria verde, regordeta y corta, que se retorcía apretada en la mano de la mujer. Arrojó a la criatura contra el suelo y la pisó: era del mismo tamaño (sino más grande) que el pie de la mujer. De la criatura salió un líquido transparente y espeso, como la carne de la savila. No pude apartar la vista de lo que veía, y tampoco podía creer en su existencia, tuve que saltar y pisar su cuerpo con ambos pies para confirmar que era real. El cadáver no explotó, pero sí brotó sangre roja, casi tan oscura como la tierra de la maceta.