Desde la ventana del bus veo las calles de esta ajetreada ciudad, disfrutando del viento que rompe en mi cara, observando los rostros cansados y asustados de la gente.
Son gente que vive en constante temor, y no puedo evitar preguntar ¿Es eso vida? Por supuesto que no, por eso estoy aquí, para recordarles que lo importante trasciende lo material.
El ser humano se ha vuelto materialista. Es adicto al dinero y a las comodidades modernas, reniega de su espíritu e incluso ha olvidado a sus hermanos.
Por eso los desprecio, pero es imposible no apidarse de ellos: son esclavos de sus pertenencias, como Cortázar cuando dijo que nosotros no poseemos el reloj que nos regalan, sino que es el reloj el que nos posee.
Se juzgan unos a otros por su valor material: quién tiene más dinero, quién tiene el carro más nuevo. Miran con envidia al que tiene más que ellos. Se pavonean con recelo como si eso los hiciese felices ¡Compensan su pobre alma inmortal con riquezas perecederas!
Yo solo busco la hermandad entre los hombres, quiero recordarles que su sufrimiento es producto de su apego a las cosas terrenales, que su vida es infinitamente más valiosa que cualquier objeto. Cada vez que pierden un bien material se quitan un peso de encima. Ya lo dirían los hindúes: Un hombre sólo posee lo que no puede perder en un naufragio.
Cuando recuerden y se deshagan de sus bienes, cuando levanten la vista y vean a sus semejantes, serán libres, serán virtuosos y se nutrirán de las riquezas del espíritu: el sol, las nubes, la fraternidad de sus hermanos. ¡Que regocijo será la verdadera bienaventuranza!
Pero sé que abrir los ojos no es fácil, son pocos los hombres verdaderamente libres de ataduras terrenales.
Por eso es que estoy aquí, hermanos, lo hago desde mi amor por ustedes: saquen los télefonos y las carteras, que esto es un atraco.